Por Sergio Beeche Antezana
En la era del exceso de programación con guion que vivimos actualmente existen cientos y cientos de historias que se ofrecen para que el público vea y consuma, sea rápido (el binge watch) o de manera pausada. En esta época de ilimitadas opciones de las cuales no se podría abarcar todo de tanto disponible y en la cual hay que escoger con cuidado qué ver y disfrutar, pocas series son las que resaltan o llaman la atención de manera especial o diferente. Pocas son las que logran ir más allá de sus historias iniciales y adentrarse en algo que las haga sobresalir; no ser una entre el montón.
“Please tell me you’re seeing this too.”
Salida de una ingeniosa y cuidadosamente ejecutada primera temporada, Mr. Robot se supera a sí misma en su segundo año para incrementar, en todos los aspectos posibles, su historia, aunque sea un poco en detrimento de su lado “divertido” que la serie tuvo inicialmente. Mr. Robot se centra ahora en las complejidades de lo que dejaron los episodios anteriores y las tuerce de manera que ya no sea precisamente una serie de hackers, sino un acercamiento a un alma confundida dentro de una mente partida en dos, peligrosa y con un plan en marcha.
Mr.Robot existe a través de los sucesos y acontecimientos de los personajes secundarios y con lo que nos cuenta el protagonista sobre lo que él está viviendo. Pero puede que eso no sea real o que apenas forme parte de un sueño, imaginación o, incluso, una mentira que Elliot nos está narrando. Las dinámicas no solo son entre personajes e historia, sino, también, entre el espectador y lo que Elliot cuenta—nos cuenta. Él confía en nosotros, pero resulta limitado porque no puede confiar ni en él mismo. Por eso espera el momento adecuado para revelar sus verdades, haciendo la narración de la serie una constante paradoja de sí misma. Así, Elliot (y, por extensión, su serie) resulta ser su propio enemigo, y es por eso que intenta hacerse de un testigo para su historia. Pero, por suerte, algo hace que confíe, que mantenga una pequeña esperanza en que todo puede salir mejor, aunque sea en el exterior antes que en su truculento interior.
Es aquí que entra la actuación de Rami Malek. La inigualable, pausada, audaz, magnética y magnífica actuación de Rami Malek. Su rostro se llena de vida, de confusión y de inteligencia cuando hace lo que sabe hacer frente a un computador. Las dimensiones que aporta a este personaje conocido, pero único, resultan en la empatía que cualquiera puede sentir hacia el intento de héroe que quiere demostrar ser. Pero, ¿qué sucedería si la serie quiere que estemos de lado de alguien que no puede ser un héroe? Porque es enemigo de su propia dualidad. Así transcurre el desarrollo y profundización desde que conocimos a Elliot.
Pero ya no es solo sobre Elliot. La querida y confundida Angela de la primera temporada se ha ido. Su temple e impavidez imperan ahora en la sutil actuación de Portia Doubleday, quien no deja que ni un solo sentimiento penetre a través de su sugestiva mirada azul. Con tareas que no imaginó realizar o posiciones que jamás habríamos pensado que tendría, la Angela de antes cambió, y ahora debe enfrentar sus demonios internos y los que la persiguen afuera, al intentar escapar de la crueldad que la oprime y de la cual intenta desligarse sin éxito. Ella representa un ser humano absorbido, sin escape, pero consciente de los peligros en los que se involucró. ¿Qué actitud tomar ante tal desesperanza?
Ahí no acaba el asunto. Ahora conocemos a Dom, la agente del FBI que va a medidas extremas por descubrir qué demonios sucede con los ataques cibernéticos y el manejo político y económico que gobierna el exterior. Ella no es un personaje que solo avanza la trama. Sus conflictos internos los expone en la soledad que compartimos al verla cuando conversa con una computadora en su cuarto. Es cuando Grace Gummer sabe dimensionar a la perfección su actuación para no dejar atrás la humanidad de Dom frente a los gajes irremediables de su oficio.
Ni qué hablar de Darlene, quien se ve en posición de tomar medidas extremas para no sacrificar la misión en la que cree. Su aferro a algo que la mantenga en razón y a ser parte de una causa que, en su mente, debería ser para el bien de todos. ¿O será solo el de ella?
¡Ganan —y son más interesantes— los personajes femeninos!
Pero y ¿cuál es el punto de Mr. Robot?
Podría ser el descubrimiento de uno mismo mientras la sociedad se desmorona alrededor. Podría tratarse del desdoblamiento inmediato de una personalidad con la que todos contamos o de la cual escapamos. Incluso, por debajo de los conflictos humanos, está la inmensa maquinaria que no puede ser destruida por más que se intente. Sea cual sea, el enfoque dependerá de cada espectador, sin que la serie deje de ser lo que es en el exterior (su estilo visual ya no es solo una novedad; cada encuadre tiene un significado, razón de ser y de verse), sino lo que mueva y remueva en el interior (su vasto subtexto), sea de ella o de nosotros.
Mr. Robot, entonces, vive a través de sus personajes: tan profundos y humanos como en la realidad, tan asertivos e imperfectos como la trama misma de la serie. Es por eso que logra abarcar una atmósfera que hipnotiza y deja que el espectador se pierda en los minutos semanales que ofrece. El balance perfecto que resulta en la distintiva serie que llegamos a observar y analizar.
Mientras esta segunda temporada se ve en la difícil tarea de llegar al nivel de frescura, entretenimiento y diversión de la primera. Al ser más ambiciosa, se ve y se siente con más oscuridad, más misterio, más confianza, menos respuestas, más inquietudes y con más inmediatez en los pequeños deslices narrativos que presenta la estructura en que Sam Esmail (creador y director) enmarcó la temporada. De todos modos, Mr. Robot avanza hacia su confirmada tercera temporada con la promesa de seguir siendo única y audaz en lo que muestra y plantea. Por más que se deba ver como un todo y las largas conversaciones hayan sido relleno para dejar claro el panorama de lo que vendrá en el futuro, la serie no puede ser ignorada ni menospreciada por ser justo eso: la incómoda y prolongada mirada hacia lo que, casi siempre, decidimos ignorar, de la sociedad externa o del yo interno, poderoso y escurridizo.