The Wire: Todas las piezas importan

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Una cuestión importante que se suele olvidar en las discusiones sobre la reciente “Edad Dorada de la Televisión” es que, a pesar de que no hay duda que en los últimos 10-15 años se han estrenado muchas de las mejores series dramáticas de la historia, éstas tienden a girar en torno a un mismo tipo de personaje: el hombre blanco y heterosexual en clave de anti-héroe. En un panorama televisivo dominado por figuras icónicas como Tony SopranoDon Draper y Walter White, es difícil encontrar series lideradas por personajes de otros géneros, orientaciones sexuales o razas que logren alcanzar el aplauso de la crítica y el público. Si bien en los últimos años esta disparidad ha ido disminuyendo un poco (en parte gracias a la prominencia que han logrado creadoras como Jenji Kohan y Shonda Rhimes), lo cierto es que para muchos ejecutivos de televisión darle luz verde a una serie liderada por personajes “diversos” sigue siendo una apuesta sumamente riesgosa.

Esta homogeneidad no solo se presenta en los personajes de las series, sino también en sus temáticas. Por más de que en estos tiempos la cantidad de series de calidad se ha disparado, muchas de ellas suelen aferrarse en su premisa a formas paradigmáticas de televisión, como por ejemplo el show de abogados (The Good Wife), el show de policías y criminales (Breaking Bad, Dexter, doscientas otras series sobre asesinos en serie), el show de agentes del gobierno (Homeland), el show de doctores (House), etc. Claro que buena parte del éxito de estas series recae en la forma en que logran subvertir las reglas de esos programas tradicionales para crear algo nuevo y fresco, pero aún así en términos generales su visión no se amplía más allá de sus lugares de origen (incluso se podría argumentar que una característica de muchas series contemporáneas es que su visión más bien se internaliza, enfocándose en el estado mental de sus personajes).

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The Wire, en principio, parece compartir muchas de esas características, pero como veremos, sus diferencias sutiles la distinguen de muchas de esas otras series. Esta serie, creada por David Simon y transmitida por HBO entre el 2002 y el 2008, gira en torno a Jimmy McNulty (Dominic West), un habilidoso detective de la policía de Baltimore con un enorme problema de autoridad y una serie de falencias personales que serían reconocibles para cualquier que haya visto televisión en la última década (alcoholismo, adulterio, tendencia a saltarse las reglas). En su primera temporada el show se enfoca en los esfuerzos de McNulty y otros policías por aprehender a una banda de narcotraficantes que dominan los ghettos de la ciudad; incluso su nombre, The Wire, se refiere a los sistemas de vigilancia utilizados por los policías para interceptar las comunicaciones de los criminales. Hasta ahí, nada fuera de la común.

Y es que si bien la serie aparenta en su inicio ser un “show de policías” como cualquier otro, con el pasar de los episodios queda claro que esto es solo un pretexto para explorar muchos de los problemas sociales que afectan a una ciudad como Baltimore. Arrancar la serie de la mano de los policías es una estrategia que tiene sentido: no solo introduce al espectador en un ambiente que reconoce (si tan solo de manera ficticia), sino que también logra introducirnos a diferentes elementos de la sociedad de una manera orgánica: por la naturaleza de su trabajo, un detective como McNulty debe cruzarse con todo tipo de de personajes de diferentes estratos socioeconómicos y el show toma provecho absoluto de esto.

En efecto, lo sobresaliente e innovador de The Wire se encuentra en la forma en que a lo largo de sus cinco temporadas fue ampliando poco a poco su alcance hasta analizar toda una amplia serie de instituciones –desde la policía hasta el periódico, pasando por los sindicatos, las organizaciones criminales, la alcaldía y las escuelas públicas- que si bien en este caso son específicas a la ciudad de Baltimore, tienen un marcado paralelismo con instituciones similares de muchas otras ciudades. Simon, quien antes de entrar a la televisión trabajó por muchos años como reportero, tiene un amplio conocimiento de lo que sucede tanto en las calles como en los pasillos de poder de su ciudad y la serie no deja piedra sin remover con tal de descubrir las dinámicas y los desafíos que se esconden detrás de una ciudad moderna (por ejemplo, el declive del sector industrial, la fallida guerra contra las drogas y la perpetuación de la pobreza en los ghettos).

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Todo esto puede sonar muy didáctico para alguien que no haya visto la serie, pero otro de los puntos fuertes de The Wire es que toda esta crítica institucional tiene como soporte a algunos de los personajes más entrañables, complejos y reconocibles de esta “Edad Dorada de la Televisión”. Baltimore es una ciudad con una población mayoritariamente afroamericana y la serie, a diferencia de otras, no encubre este hecho: la mayoría de sus personajes más memorables son negros, como es el caso de Clay Davis –el corrupto e hilarante senador estatal-, Omar Little –un criminal homosexual con un estricto código moral- y Bubbles –un drogadicto e informante cuyo arco narrativo se convierte en una de las tramas más conmovedoras de la serie. Mención aparte se merecen los cuatros adolescentes que protagonizan la cuarta temporada, la cual al alejarse del precinto policial para enfocarse en el decadente sistema educativo de la ciudad logró convertirse en una de las temporadas más profundas, angustiosas y destacadas de la historia de la televisión.

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Podría seguir analizando por horas la grandeza de esta serie: virtudes le sobran y creo que eso ya quedó claro. Sin embargo, aquí hay que mencionar un aspecto relevante: The Wire nunca tuvo rating y si se mantuvo al aire por tantos años fue por obra y gracia de HBO, quienes creyeron lo suficiente en la historia que David Simon estaba contando como para financiar cinco temporadas de una serie ignorada tanto por los Emmys (una mancha negra para esos premios) como por la audiencia. Y lo cierto es que es una serie difícil y obstinada, que no brinda concesión alguna, que está llena de rostros que no suelen verse en la televisión y que toca temas complicados que no se prestan para moralizaciones fáciles o para finales felices.

Pero, más allá de la calidad de sus guiones, sus actuaciones o su puesta en escena, el verdadero mérito de The Wire es su absoluta confianza en la inteligencia del espectador y en su interés por descubrir por qué las cosas están cómo están y qué se puede hacer para cambiarlas, aún cuando esa travesía nos lleve por lugares oscuros carentes de ilusión. A algunos esto les podrá parecer demasiado pesimista (yo lo llamaría realista), pero en algún lado del horizonte de Baltimore, ese que se ve en los últimos segundos del series finale, se puede divisar siempre algún rayo de agridulce esperanza.

A lo largo de sus 60 episodios, los personajes de la serie se dan de golpe una y otra vez contra muros aparentemente infranqueables, pero aún así continúan luchando por sus pequeñas victorias: en el universo de The Wire – como en el nuestro- el peor esfuerzo es el que no se hace.

Por: Manfred Vargas

Sus otros trabajos se pueden encontrar en 89decibeles (les recomendamos leer su columna Café Lumiére), en la página 115  y en su blog La Chop Shop.

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