Tomémoslo como un experimento. Veamos la primera temporada de Daredevil, una innecesariamente larga historia del vigilante de Hell’s Kitchen y cómo su desarrollo y vida particulares afectan a más de una persona cercana a él. Luego, ¡ignoremos la segunda!; dejamos de lado la que parecía ser un desastre de narración de principio a fin. Eso nos deja con solo los tres minutos de repaso que resumen, más o menos, aquello que se debe saber para entender lo que sucederá en la no tan esperada tercera temporada de este particular superhéroe. (The Defenders cuenta, pero no tanto).
Es un alivio. Cuando tanta televisión (más aún, cuando se trata de superhéroes) parece ser indispensable de ver, el hecho de poder evitar cierta cantidad de horas malas frente a la pantalla para pasar a las verdaderamente interesantes es un verdadero alivio. Así fue como comencé a ver Daredevil esta vez. Y es que, por más que siempre me pareció una serie sin mucho ritmo, demasiado enfocada en su propia seriedad y llena de espacios muertos que no llegaban a nada (en parte, por culpa del modelo que requiere llenar trece largas horas de contenido), algo en ella siempre llamó mi atención como para darle el beneficio de la duda. La sorpresa llega con la re-introducción de un héroe caído, con muchísima historia desarrollada por detrás (que decidimos solo repasar), pero con un nuevo capítulo en su historia, más interesante de lo que se podría pensar.
Comienza muy bien con el título, “Resurrection”, en representación de la clara transición de la figura de salvación caída que debe resurgir de su sacrificio mortal. Lo genial es que aquí, esa resurrección, lejos de tomarla y asimilarla con ánimo, se convierte en una discusión silenciosa que sucede entre Matt Murdoch y su dios interno (o externo). El episodio centra sus imágenes en este héroe caído, muerto, que permanece encerrado para sanar sus heridas físicas, aunque el encierro no solo sea de muros de piedra. Como su oído está bloqueado y sus habilidades vienen del uso exponencial de ese sentido, la recuperación debe dar vuelta por un lado más emocional, más interno, más espiritual.
Siempre con la idea de entretener, el episodio no se escapa de sus montajes y un par de combates mano a mano para cubrir cierta dosis de acción. Lo bueno es que aquí, esos momentos están mejor justificados que nunca. Los golpes parecen librar a Matt de su sufrimiento interno; el dolor físico mitiga el abismo emocional que lo envuelve. La tensión se basa en la observación de un individuo que no puede escapar de sí mismo. Ahí, la excelente actuación de Charlie Cox permite que el personaje de Matt esté en constante lucha y compasión de sí mismo, mientras muestra su lado terco y ambicioso cuando las cosas no salen como él quisiera. Por suerte, tiene la figura de la hermana Maggie, quien le cuestiona y enfrenta su realidad cada vez que él se quiere quejar. La actriz, Joanne Whalley, le da un aire irónico, fresco y balanceado para el momento oscuro por el que pasa el protagonista.
Cuando esta mujer, segura de su fe y de su experiencia, se resiste a ayudar y a complacer a un vigilante peligroso, termina siendo la que observa y reconoce quién es él realmente. Es ella quien comprende la lucha, la duda y las discusiones internas que tiene Matt. Está enojado, quiere volver a ser él mismo, pero no se lo permite, porque no está seguro de quién quiere ser. No sabe que tiene que dejar ir su autocompasión y constante enojo para poder fluir, primero, como persona y, mucho después, como héroe. Si no se puede ayudar a sí mismo, ¿cómo ayudará a los demás?
Incluso, cuando parece que la recuperación llega muy fácil (en términos de avance de la trama), el episodio se da cuenta y golpea a Matt de nuevo. El ascenso del fondo del pozo no es tan fácil como él cree. Y cuando parece que morir es la salida más fácil y apropiada para terminar, la vida le dice que no es su hora (mejor justificado que solo por ser el protagonista de la serie). Rendirse no es parte de la misión que debe cumplir; y mucho menos silenciará las discusiones internas que permanecen con él.
La cámara entiende a este personaje y lo sigue con sutileza. Lo coloca de lado, en las esquinas del encuadre, porque él mismo no está en su centro. Eso lo sabe el director y lo presenta con elegancia y respeto, sin inmiscuirse mucho en el duelo. Incluso, dentro de las cuatro paredes que lo retienen, están las figuras de piedra que él no puede ver, pero que sabe que están ahí; esas que podrían representar sus demonios internos, por más que demuestren su exterior de blanco. Es la fachada que él quiere creer de sí mismo.
Al final, es una lástima que la historia no podía centrarse totalmente en Matt y ser una narrativa más contenida. En lugar de solo reconocer a los personajes secundarios por unos momentos, es la introducción de uno nuevo que —asumo— será parte importante durante el resto de la temporada, lo que descuadra el episodio. Al tomar diez minutos de tiempo, termina rompiendo con el ritmo y el estilo tan sugestivo que había transcurrido antes. Si se supone que estas series están diseñadas para verse en maratón, no comprendo por qué no podía haber dejado un inicio de temporada más concreto y que funciona tan bien (así, sin mucho más avance de trama) en tantos niveles narrativos (de texto y de subtexto).
Pero eso no le quita el tan interesante y sugerente viaje emocional que se describe a través de las imágenes de este episodio de re-introducción. Incluso, sin haber visto nada antes, cualquier espectador casual podría comprender los significados que vienen con la reestructuración del modelo ejemplar de un héroe. Resulta ser la descripción más atinada y profundizadora a la hora de observar una figura heroica como la de Daredevil, una que va más allá de dar golpes y combatir el crimen. Así, “Resurrection” me deja con buen sabor de serie y con la esperanza de encontrar la misma calidad con el resto de la temporada.
Las tres temporadas de Daredevil se encuentran disponibles en Netflix.