Game of Thrones siempre se ha caracterizado por tomarse su tiempo para desarrollar historias. Los caminos que había trazado permitían extensos diálogos y profundización de los personajes y temas que la serie seguía expandiendo y expandiendo (lo cual llegó a diluir un poco su enfoque). Comenzando su recta final (dos últimas temporadas), sus creadores se dieron cuenta de la cantidad de cabos sueltos que tenían pendientes por resolver y decidieron, por alguna razón, llegar a un cierre pero con menos episodios en total para llegar a una conclusión (decisión que cada vez me es más extraña).
Así, en su séptima —y penúltima— temporada, Game of Thrones optó por dejar de lado su narrativa pausada y contemplativa para acortar y acelerar las historias simplificando el avance de los personajes de punto A a punto B, sin muchos detalles en el medio. En términos de ritmo, la rapidez llega al punto de confundir y aligerar un poco mucho la profundización semanal, pero, al tratarse de una séptima temporada, no hay mucho más que establecer: ya conocemos a los personajes y nada más queda verlos llegar al clímax de su historia (siempre y cuando este tenga sentido dentro de cada personalidad). Y, eso sí, en cuanto a la temporalidad, si la serie misma hace referencia a eso, no se puede escapar de los propios términos que ha establecido todos estos años dentro de su mundo imaginado. Ojo.
Por suerte, los encuentros tan esperados y anticipados de ciertos personajes no defraudan cuando se trata de los acertados diálogos: cautelosos y poco reveladores de lo que cada personaje ha visto y vivido. Al conocerse Jon y Dany, con sus ideales y planes para luchar por lo que creen, no podía haber sido encuentro más seco y hasta como un enfrentamiento. Es el escenario perfecto para que estas dos personalidades tan decididas intenten encontrar un punto medio para luchar contra un enemigo común. Los protagonistas se encuentran y los personajes secundarios aportan adecuado apoyo para aligerar las tensiones que surgen de las reuniones, esas que se veían casi imposibles de suceder en años anteriores.
En el caso de Sansa, Arya y Bran, el reencuentro resulta extraño, incómodo, anticlimático e incompleto. Cada uno ha sufrido su viaje individual y madurado fuera del nicho en el que vivieron durante la primera temporada. Entonces, existe duda, cuestionamiento y nuevas formas de pensar entre ellos (o, en el caso de Bran, completo desapego del mundo físico en el que vive). Por eso, es importante que Sansa mencione la falta de conclusión de sus historias, antes individuales; ahora, unidas y en guardia. Algo más tiene que impulsarlos ahora, más que el simple hecho de ser de la misma sangre. Estas nuevas dinámicas son fruto de la construcción de demasiados episodios anteriores. Por suerte, llegan y se desarrollan de la manera más inesperada y astuta, dejando a la audiencia siempre en la posición de nunca saber qué esperar. Eso siempre es más interesante.
Queda, del lado sur, Cersei, su infladísima confianza y ascendente maldad. Sin un solo aspecto restante que la humanice (¡no le queda ni un solo hijo!), se transforma en la extrema encarnación de la sed de poder y la intención de conseguirlo a como dé lugar. Ahora que parece la antagonista fácil, siento que algo más sugestivo se desencadenará de ese lado del mapa; más aún con la interesante presencia de Jaime enterándose de todo. (La contraposición genial ahí es que Dany, la de los mil setecientos innecesarios títulos y nombres, puede estar en una línea muy delgada de llegar a esta misma posición).
Entonces, luego de la cantidad de acontecimientos que hicieron la serie tan sorpresiva y única, el estándar para ella misma subió de tal manera que parecía imposible que se superaran eventos como Blackwater, The Red Wedding o The Battle of the Bastards. Sucedió, inclusive, con el final de su sexta temporada, siendo The Winds of Winter uno de los mejores episodios que la serie ha producido. Y llega el mejor episodio de la temporada hasta el momento, The Spoils of War (además de ser el más corto de todos), para aumentar las tensiones y la acción al punto de explorar decisiones aceleradas y vulnerabilidades que resultan de ellas.
El episodio no solo triunfa en las escenas y encuentros más pequeños, sino que excede emociones en su tensa secuencia final. Se trata de una demostración visual espectacular de lo que puede hacer el presupuesto de la serie y un avance emocionante y con sentido hacia lo que, supongo, será aún más grande al acercarnos rápidamente a la conclusión. Es la evolución orgánica de la trama al intervenir el cuidadoso manejo de la edición y sentido de contar algo con imágenes. La toma final, particularmente, se convierte en el recuerdo de lo imperdonable o fugaz que puede ser un final.
Así, al encontrar una nueva manera de cubrir la cantidad de acontecimientos que deben presentar, Game of Thrones avanza sin atrasos y va directo al grano con el desarrollo de su trama. Logró, incluso, esta semana, encaminarse mejor y brindar la buena dosis de diálogos ingeniosos, nuevos caminos para los personajes por recorrer (con el historial de los anteriores) y acción que tiene sentido en sí misma y para el resto de la historia que vaya a venir. Ojalá y los tres episodios restantes de la temporada encuentren el excelente balance que este consiguió. Ya es tiempo de, simplemente, alzar las manos y disfrutar el desenlace.