Las historias bélicas han agotado su fuerza de impacto o cualquier entusiasmo que se podría tener sobre el recurrente tema. El aprovechamiento de este recurso narrativo ha sido utilizado incontables veces como línea principal —o paralela— para intentar explorar, por tratarse de algo histórico y real, facetas humanas trágicas o de impacto. Llega, entonces, el más reciente largometraje del particular realizador inglés, Christopher Nolan, que toma este género y lo convierte en una nueva constante, sin caer en los conocidos clichés y sentimentalismos. Es experimento exitoso de elementos particulares y de la visión del cine que ha establecido este director.
Se trata de una historia tan bien contada, que lo mejor es no saber mucho y solo dejarse llevar por la experiencia sonora, visual y emocional que ofrece la película. Con Dunkirk, Nolan demuestra la validez de la manera (el cómo) en que se cuentan las historias, antes de lo que se está contando propiamente. El tratamiento original de cada narración (¡y qué tratamiento hay aquí!) será la base del éxito que enganche y transmita mejor su intención. Dunkirk, como no sigue las reglas clásicas del cine de guerra, es claro ejemplo de que todavía se pueden encontrar mecanismos narrativos específicos que ayuden y realcen el relato, por más trillado que parezca.
Entonces, más bien, al no concretar exclusivamente a cada personajes, se convierte en filme de una característica humana colectiva, pero que, de todas maneras, resulta completamente íntima e individual: sobrevivir. La escasez de diálogos es parte del diseño intencionado que conecta al espectador a través de las expresiones indescifrables. Los rostros de los actores tienen la dura tarea (bien lograda) de comunicar con sus miradas y acciones durante los momentos de impotencia o peligro. Jóvenes y adultos cumplen con sus papeles y, a la vez, son parte, sin siquiera estar en el campo de batalla, de la invisible y pesada fuerza de un fallido escape: el no poder tranquilizar la alerta permanente ni aliviar la sensación de estar atado… a nada.
Aquí no hay endiosamiento de las figuras militares ni necesidad de demostrar con llanto o sangre la peligrosidad de la guerra; ni hace falta describir mucho ese contexto para entender la frustración del momento. La adecuada colocación de imágenes es suficiente para que las sensaciones traspasen la pantalla y se transformen en la intensa experiencia que es Dunkirk; favorecida, sin duda, por la decisión formal que tomó el director para contar esta historia específica. El mecanismo de narración partido en tres (tierra, agua y aire) es tan envolvente como inventivo. Brillante y digno de apreciar.
A través de su majestuosidad visual, con fotografía impecable, edición magistral y música hipnótica hasta la última nota, este es un filme que utiliza sus recursos individuales, logrados a la perfección, para converger en la extraordinaria suma de sus partes. Más que delimitar historias singulares, queda demostrado que el conjunto puede ser suficiente para conseguir la identificación individual de la circunstancia y de ese connatural instinto que no necesita ser explicado para ser sentido. Es cuando el espectador, desde su cómodo asiento, puede ser uno de los que desea escapar y volver a casa.
En un ambiente que crea para sí misma, en el cual las palabras podrían sobrar, pero en el que se pueden comprender a la perfección las emociones transmitidas, Dunkirk evoluciona, entre tanto cansancio por el cine de guerra, su propio género y sus métodos convencionales, proponiendo más de lo que se pueda escribir en esta reseña. Es con esa maestría técnica que la intensa provocación de tensión y ansiedad puede profundizar sus temas y, al mismo tiempo, dejar el pulso acelerado una vez que los créditos aparecen. La constante sigue ahí, y fuimos parte de ese mundo por un momento. El truco funcionó y se convirtió en percepción y representación de nuestra propia humanidad, incluso siendo a través de la estimulación de los sentidos.
No se la pierdan por nada del mundo.