Por Sergio Beeche Antezana
Podría resultar cansado hablar bien de una serie tanto. Tratar de encontrar nuevas maneras de abordarla, ahora por tercera vez, luego de dos primeros años sin fallas grandes o relevantes para el conjunto que se desenvolvía ante los ojos de los pocos espectadores que llegaron a verla. Aquellos que lo hicieron, los que la seguimos desde su inicio, que nos deslumbró y no deja de deslumbrarnos, podríamos considerarnos con suerte de haber visto esta pequeña, gran serie desde su inicio.
Con Hannibal, su tercera temporada no vino sin dudas y cuestionamientos de si seguía valiendo la pena, el estilo poético casi cruza la línea de volverse parsimonioso, donde lo artístico se cruzaba en el camino del más simple desarrollo, fuera de trama o de personajes. Por suerte, la mente maestra de Bryan Fuller tenía todo cuidadosamente planeado y cada detalle que parecía suelto en un episodio, en el siguiente estaba claro el porqué había estado ahí.
La cosa es que la fórmula televisiva funciona muy bien con Hannibal. Los casos de la semana la sostenían en la realidad mientras su atmósfera en forma de sueño (o pesadilla) se extendía a los diálogos, imágenes y actuaciones. Entonces, al perder ese aspecto, los minutos debían correr con una línea de narración más unidimensional, causando que las imágenes artísticas no sirvieran como antes: una extensión del mundo y sentimientos expresados a través de ellas.
Pero, por suerte, conforme avanzó, la serie fue como una bola de nieve que acumulaba los sucesos de la manera más ingeniosa y cuidadosa y los llevó a un clímax más que satisfactorio en términos de trama, de personajes, escenas de tensión y hasta de acción. El estilo de dirección se mezcló de maravilla con el guion metafórico, el paladar del doctor Lecter fue reflejado en la selección de música y la introducción de la historia del Dragón Rojo es capaz de poner los pelos de punta.
Ahora, ¿qué hace que la serie siga siendo así de excelente y emocionante?
Los personajes.
Esos que hemos ido conociendo durante más de veinte episodios y los hemos visto crecer e interactuar entre ellos. Donde la traición y el dolor son protagonistas luego del trágico final de la segunda temporada. Las conversaciones de hace dos años no tienen el peso que tienen ahora. Cada palabra significa algo distinto luego del desarrollo de la serie; desarrollo que solo la televisión puede lograr: una continuidad especial que no se ve ni en las películas, ni en los libros (por más sagas y secuelas que existan). Ese crecimiento y profundidad que se puede lograr, cuando se hace bien, con relaciones y amistades; en este caso, la “amistad” entre Will y Hannibal es un ejemplo de excelente tratamiento por parte de los escritores y, más aún, por parte de las sublimes actuaciones.
Nunca he dudado en recomendar Hannibal. Resulta una serie que se mantiene desde el principio, ahora con una madurez diferente a lo que se ve, por lo general en televisión. Ahora con la duda de saber si este será su final definitivo, pero con la esperanza de que pueda ser rescatada por algún lugar que quiera conservar esta pequeña, gran serie, queda solo disfrutarla como un fino platillo que hay que saborear con sumo cuidado hasta el final.
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