Qué difícil se vuelve estructurar la historia de una persona de la vida real en cine y que no se sienta repetitiva o llena de fórmulas predeterminadas. Los famosos biopics tienden a caer en lugares conocidos y elementos redundantes que solo destrozan la figura que representan; o la dejan en un pedestal poco merecido. De ahí que la durabilidad de las historias sea relativa a la popularidad de quien representen o de qué tan reconocido sea su trabajo. Esta vez, las comparaciones entre Rocketman y Bohemian Rhapsody son constantes y llevadas a puntos que no necesariamente son justos, pero que pesan ante la atención y premios que recibió BR hace unos meses.
Para empezar, más que un par de horas de karaoke que fue Bohemian R, Rocketman nos da, con todo el atrevimiento posible, una mejor estructuración de un musical. Esta es película que no se va a un simple sing-along predecible, sino que modifica las canciones que representa para que avancen la trama y tengan un peso narrativo cuando los personajes las cantan. Es la esencia del musical configurada para mostrar la vida del reconocido (no tan popular, diría yo) Elton John y cómo fue su acenso al estrellato como genio de la composición. Solo que, aquí, el “rocket-man” es visto desde su visión fantástica del mundo; o mejor: como espectadores, nos adentramos a la óptica desde su mundo, de manera fantástica.
Ahí, Taron Egerton (Kingsman y Eddie the Eagle) cumple con la consigna de mostrar las contradicciones de su personaje, como si no tuviera la presión del Elton John verdadero detrás suyo. Las maneras en que los excesos y la fama lo envuelven son parte del viaje emocional que el actor muestra bien y con evidente dedicación. De ahí que la parte central del filme recaiga en cómo solo él reacciona —musicalmente— ante las circunstancias. El propósito planteado y perdido y la poca atención a los personajes secundarios es el punto débil de la película, que pudo haber ahondado más en las dinámicas de pareja, de amistad y de familia del protagonista.
Sin embargo, el relato funciona a la perfección durante las secuencias en las que Reggie Dwight debe ver hacia adentro para descubrir qué ha pasado consigo mismo. No es tanto una representación del estrellato, sino lo que eso hizo con la vida y el balance emocional del protagonista. Así es como las secuencias musicales apoyan los acontecimientos mientras se busca el balance entre lo real y lo “imaginativo”. Para ver hacia el interior del personaje y comprender cómo se refleja en el exterior, destacan enormemente las secuencias de Rocket Man (entre la flotación de la piscina y la casi muerte de Elton) y Don’t Let The Sun Go Down On Me (que deriva en una escena silenciosa, de pocas palabras, pero con muchísima emocionalidad entre Elton y su esposa de un tiempo, Renate).
Entonces, Rocketman, en su núcleo, es historia de redención. Está claro en sus momentos finales y durante la confrontación (sin música) de sus demonios: cómo los fantasmas del pasado son parte de sí mismo, pero que no necesariamente deben definir su presente. El viaje emocional está lleno de melodías, pero no sin sus tropiezos y escalones que deben enfrentarse como parte del arco narrativo solvente en la estructura creativa y envolvente del filme.
Si bien el verdadero Elton John está con vida como para producir y supervisar que no se le denigre completamente como estrella de la música y como personaje dentro de su película, Rocketman define bien sus contradicciones y emociones y las muestra sin demasiados tapujos. Lo que nos deja un musical atrevido, concreto y festivo de los placeres de la vida; esa que está para vivirla, sufrirla y agradecerla. La ventaja es que, para eso, la visión del director y el compromiso de los actores hacen que el disfrute venga de casi todos los aspectos de la película, incluso si no se conoce ni una sola de las canciones originales del cantante. Créanme que al menos una habrán escuchado en la radio alguna vez.
Calificación: 8