Todos buscamos avanzar hacia donde estemos mejor, ¿no es cierto? Aunque sea el mecanismo narrativo más criticado y odiado, en la vida real, no hay otro desenlace más añorado que el de vivir “felices para siempre”. Entre tristeza y sufrimiento, la aspiración de ver el horizonte sin más preocupaciones es uno de los deseos humanos más profundos. Y, para bien y para mal, finales así regresan un poco a esas ideas y los temas que más desean los escritores para sus personajes. Con Game of Thrones, el horizonte estará en la serie de aventuras de Jon, Arya y Sansa que nunca llegaremos a ver.
O pongámoslo así, los últimos veinte minutos de la serie devolvieron un poco de lo que la hacía más interesante: esos momentos “aburridos” de conversaciones y discusiones sobre cómo encontrar el balance en la sociedad para que todo esté “mejor”. Esa pequeña discusión entre los personajes que componen el nuevo Consejo del Rey da un vistazo al futuro (con la genial y loquísima idea de que Bran era el adecuado para gobernar) que tendrá la ciudad y regresa a esa sencillez que sostenía la historia. Es una escena que podría pasarse por alto, pero que engloba la esencia tan genial de una serie que pudo haber sido mucho más de lo que presentó.
Y está claro: narrativamente, Game of Thrones terminó un poco desastrosa. Hasta este episodio, la temporada había estado llena de atajos y decisiones narrativas poco merecidas y aceleradas, casi desesperadas —diría yo— por llegar a este final. Los momentos se concentraban en asumir un espectáculo que deslumbrara a los fanáticos y en elaborar las escenas más impactantes solo por el hecho de decir que pudieron hacerlas durante la producción. Más allá de eso, la pérdida de narrativa iba de la mano de menos tiempo para cerrar una historia y de decisiones creativas que tenían sentido, pero que no se tomaron el tiempo apropiado para desarrollarlas.
Las casualidades de la masacre que Dany desató el penúltimo episodio comienzan “The Iron Throne” (episodio final de la serie). Un par de momentos que al menos una temporada completa extra habría expandido lo que se termina en escasos diez minutos. La conversación más importante es entre Tyrion y Jon (solo porque sí) y las motivaciones de Dany quedan a la merced de la buena actuación de Emilia Clarke. Es una injusticia que terminara de manera tan simple, casi barata, pero ya no hay nada más que hacer. Lo hecho, hecho está. A pesar de que los retazos sobre los alcances del poder absoluto y cómo nadie puede tenerlo están ahí, no tienen sostén del propio hilo conductor de la historia como para sostenerse en un análisis más a fondo.
Y sin embargo, ahí queda evidenciado —y como si el simbolismo no estuviera suficientemente claro— el concepto global de la serie: nadie puede tener el control absoluto de todo. Las cuestiones entre destino y decisión estaban ligadas a todos los personajes. Quedan vivos los que reconocían que podían tomar decisiones fuera de un gran plan, sin grandes ambiciones; y aquellos que se sentían parte de ese “plan mayor”, eventualmente, perecen. Inmediatamente, la idea de “poder absoluto” desaparece y la serie se contradice un poco al regresar a su propio status quo con las decisiones importantes en las manos de unas cuantas personas de élite (de nuevo, esa gran escena del Consejo del Rey). Es una paradoja apropiada que representa las contradicciones y decisiones curiosas que la serie tomó durante sus años finales. Al llegar a su clímax deseado, la serie decide regresar a donde inició todo. Ese círculo vicioso que Dany tanto quería romper, los escritores, a través de las manos asesinas de Jon, no le dejaron hacerlo. De ahí, más locuras surgen entre perdones a prisioneros, una última coronación, viajes de descubrimiento y preguntas sobre la gobernación y las cuestiones de linaje (“¿Qué hay de implementar democracia?”, preguntaría Sam).
Buscarle más lógica a una temporada final* que poco a poco fue perdiendo su sentido de la razón ya no tiene sentido. Lo que queda es levantar los pedazos que más nos gustaron y aceptar que, de todos modos, lo más interesante durante el cierra de una historia es cuando plantea preguntas hacia una nueva. En el caso de Game of Thrones, pueden ser los viajes de Arya, que tengan su propio spin-off; o bien, el Consejo de Bran podría protagonizar una serie sobre la economía de Westeros (¡esas son ideas de series que sí vería!).
*Es de aplaudir que tantas personas se sentaran (casi por última vez en la historia de la televisión) a ver y discutir una serie de manera episódica. Esa minuciosidad para encontrar detalles en las seis horas de esta temporada no habría sido lo mismo si cada quien la hubiese visto en maratón y a su propio ritmo. Qué maravilla poder ser parte del momento en que una última serie consiguió esa atención colectiva durante las semanas que estuvo al aire cada año.
En todo caso, el camino del final es hacia el oeste, donde se posa el Sol. Los últimos minutos concentran el montaje en forma de epílogo, el cual redescubre a sus personajes en búsqueda de esa recién obtenida felicidad. Esa sensación de renovada libertad y nueva incógnita sobre lo que vendrá, pero con merecida tranquilidad, porque saben que el conflicto más grande ya fue resuelto. Y mientras que muchas preguntas nunca tendrán una respuesta concreta para los que se involucraron tanto con esta historia (excepto, tal vez, si algún día se publican los libros finales), queda el recuerdo —en letras y en imágenes— de los mejores momentos que consolidaron a esta gigante de la Cultura Pop.
Esa acertada consistencia de Game of Thrones —aunque fuera solo durante sus primeros años— entre las cuestiones mundanas, políticas y fantásticas nunca volverá a verse en televisión de la manera que se trató aquí. Si el sacrificio de sus últimas entregas fue acompañar a unos cuantos personajes hasta el final y verlos embarcarse en sus propias aventuras mientras observan y consideran qué les depara en el horizonte, ¿por qué no íbamos a estar felices por ellos? Y —ojalá— encontrar, en esa felicidad, el consuelo de que sus caminos los llevarán a mejores momentos, esos que nosotros también anhelamos como parte de nuestro propio final feliz.