A pesar de ser una compañía que se dice disruptiva, es escasa la controversia que Netflix ha causado con sus contenidos. Hasta el momento lo más polémico de esta plataforma es la manera en que se enfrenta a los modelos tradicionales de distribución cinematográfica, pero es poco lo que verdaderamente trasciende sobre las películas o series que produce y distribuye, la mayoría de las cuales parecen perderse en el éter tan pronto como llegan.
Pero con su expansión por el mundo, Netflix ha empezado a producir series en países en donde los conflictos sociales y políticos están a flor de piel y en donde cualquier intervención mediática sobre temas sensibles puede alzar un polvorín pocas veces visto en Estados Unidos o Europa. Este es el caso con dos series que se estrenaron en recientes semanas en dicha plataforma: El Mecanismo y AMO.
El Mecanismo es una serie brasileña creada y producida por José Padilha y Elena Soarez y está basada en el principal caso de corrupción de la historia de Brasil. Padilha es uno de los directores más reconocidos actualmente en ese país sudamericano, con un subsecuente paso trastabillante en Hollywood (dirigió el remake de Robocop); en el mundo de la televisión es más conocido por ser uno de los creadores de Narcos. Elena Soarez, por su parte, fue co-creadora de Hijos del Carnaval, una de las primeras series que HBO produjo en Latinoamérica en el ya lejano 2006.
Esta primera temporada de la serie retrata los inicios de la Operación Lava Jato, que empezó como una investigación sobre lavado de dinero pero pronto se expandió al revelar todo un sistema (o, ehm, mecanismo) en donde grandes conglomerados de la construcción pagaban sobornos a la petrolera estatal Petrobras a cambio de recibir contratos a precios inflados; estas mismas empresas sobornaban a su vez a figuras y partidos políticos con tal de comprar su beneplácito y apoyo.
Esta corruptela, que se iría extendiendo hasta englobar a todo el sistema político en una crisis existencial que arriesga con traerse abajo a la democracia brasileña, es retratada desde la perspectiva de los policías de delitos financieros, abogados y jueces que primero la descubrieron en la tranquila ciudad de Curitiba. La serie se enfoca en particular en Marco Ruffo (Selton Mello), el típico policía insubordinado que no está dispuesto a detenerse ante nada con tal de desenmascarar la corrupción que corroe al sistema, y Verna Cardoni (Caroline Abras), la protegida de Ruffo que pasa a liderar la investigación cuando éste es suspendido y luego incapacitado.
En una obra de este tipo, en donde lo más interesante inevitablemente está en la big picture del caso, los personajes tienden a ser poco más que marionetas que permiten avanzar la trama, y este caso no es la excepción: Ruffo está claramente inspirado en los detectives corajudos y emocionalmente devastados del cine noir y suele caer en los clichés de ese tipo de caracterización, mientras que Verna es un personaje poco desarrollado, aún cuando el equipo de guionistas busca dejar claro que es una mujer decidida e independiente. ¿Rastros de una vida interior? Muy pocos.
En términos de puesta en escena, El Mecanismo explota todo el arsenal típico de las series de “prestigio” con alto presupuesto: recurrentes tomas de helicópteros y de drones, secuencias dinámicas y emocionantes, fotografía variada con amplio uso de filtros, música tensa o rimbombante dependiendo a la ocasión, una gran variedad de locaciones en diferentes ciudades, etc. No innova, no presenta nada nuevo, pero cumple de forma perfectamente aceptable con lo que se propone.
Lo más desconcertante, sin embargo, es la estrechez de su análisis. La serie, como ya se mencionó, se enfoca principalmente en los detectives que investigan el caso y su esfuerzo contra todos los pronósticos por apresar a los capos de la corrupción, pero la serie deja por fuera quizás el elemento más interesante de este asunto: todo el contexto político, social y económico en el que se desenvuelve la trama. No solo eso, sino que los contados interludios que sí demuestran el impacto de esta investigación en el poder político tienden a ser tendenciosos, señalando a los expresidentes Lula y Dilma Rouseff como los principales encubridores del Lava Jato e incluso poniendo en su boca palabras incriminadoras que en realidad fueron pronunciadas por otros políticos.
Este último elemento ha creado una gran polémica en Brasil, al considerar ciertos sectores políticos que Padilha y Soarez, aún cuando han insistido que la serie es neutral, en realidad están jugando para uno de los bandos. En términos artísticos, si bien este enfoque tan limitado realza el aspecto de thriller de la serie, la deja huérfana de toda la riqueza sociopolítica del caso, lo que provoca que la trama, a pesar de que se desarrolla tan sólo en ocho episodios de aproximadamente 40 minutos cada uno, se sienta sobre-extendida y redundante.
AMO, por su parte, es una serie filipina creada y dirigida por Brillante Mendoza y distribuida en varias regiones del mundo por Netflix. Mendoza es uno de los cineastas contemporáneos más aclamados de Filipinas, un habitué de festivales como Cannes que, sin embargo, nunca ha logrado ganarse el corazón de la crítica especializada, quienes le critican el corte explotador de muchas de sus películas y su estética marginal. Pero otra razón por la que Mendoza se ha hecho conocido es por su apoyo explícito al presidente de su país Rodrigo Duterte, infame internacionalmente por sus diatribas soeces contra aquellos que considera sus enemigos y por su campaña homicida en contra de drogadictos y narcotraficantes.
La serie, compuesta por 13 episodios de entre 20 y 30 minutos de duración, está dividida en dos partes: una primera mitad que relata la historia de Joseph Molina (Vince Rillon), un colegial rebelioso que poco a poco se involucra en el negocio del narcomenudeo y entra a distribuir drogas de diseñador en un bar de moda, y una segunda mitad que narra las fechorías de Rodrigo Macaraeg (Derek Ramsay), un policía corrupto que se involucra en el secuestro de un narcotraficante japonés con el fin de extorsionar a su familia.
El elemento más destacable de la serie es su carácter cuasi etnográfico: Mendoza utiliza un estilo documentalesco, con una cámara de mano en constante movimiento y una estética que por momentos llega a parecerse a una cobertura televisiva de sucesos (aunque con más finura pictórica). Para realzar ese efecto, la serie fue filmada en barrios de clase trabajadora de Manila, en donde se puede observar la vivacidad de su vida callejera y la presencia constante de vigilantes vestidos de civil y otras fuerzas de seguridad involucradas en la guerra contra las drogas. Además, escuchar el filipino hablado, con su mezcla de palabras en inglés, español y tagalog, es de por sí una experiencia sensorialmente estimulante.
La trama, sin embargo, carece de momentum dramático y los personajes están débilmente retratados, con un uso poco feliz de clichés y estereotipos en ciertos momentos (las mujeres, además, están prácticamente ausentes). Al igual que El Mecanismo, el argumento de la serie está sobre-extendido (fácilmente se pudo contar en 10 episodios o menos), e incluso, aún cuando los episodios son cortos, muchas veces tienen que introducir momentos muertos o escenas torpemente largas para justificar su duración. Paradójicamente, la misma decisión de hacer episodios de media hora es una de las principales razones por las que la serie carece de momentum, debido a los recortes y tijeretazos que son necesarios para dividirla en pequeños capítulos.
Ahora, lo más controversial de AMO es el tratamiento supuestamente propagandístico con que retrata la sangrienta lucha contra el narcotráfico, particularmente conociendo la perspectiva pro-Duterte de Mendoza. Según un artículo de la revista TIME, una petición online fue abierta por la madre de un joven discapacitado asesinado en la guerra contra las drogas pidiendo a Netflix que cancelara la serie y 13 organizaciones de derechos humanos emitieron un comunicado con el mismo fin, acusando a la serie de justificar los homicidios extrajudiciales y los abusos de derechos humanos. Mendoza se defendió argumentando que el propósito de la serie es que la audiencia se involucre de forma inteligente con ella, que provoquen discusiones y que escudriñen todo aquello con lo que no están de acuerdo.
A la distancia es difícil determinar si AMO de verdad se puede considerar como propaganda. Tanto Mendoza como el guionista Troy Espíritu evitan caer en dicotomías simplistas del tipo “narcotraficantes malos/policías buenos”. pero la serie muestra una visión tan implacablemente oscura de la sociedad filipina, en donde el narcotráfico y la corrupción son pan de cada día, que termina dejando la impresión de que no hay otra opción para solucionar este flagelo más que el ajusticiamiento violento de los “desviados” (en efecto, la mayoría de personajes acaban asesinados).
En ese sentido, la deficiencia más importante tanto de El Mecanismo como de AMO es que buscan asumir una posición moralista aparentemente imparcial (la corrupción es un cáncer y hay que desaparecerla de raíz), al mismo tiempo que omiten convenientemente toda una serie de circunstancias políticas, económicas y sociales que atentan contra esa pretendida neutralidad y que complejizan de manera considerable las situaciones que retratan. Al decidir seguir este camino, tanto Mendoza como Padilha y Soarez están tomando una posición política y moral, aún cuando intenten esconderlo. Y es esa decisión de huirle a la polémica, de escudarse detrás de la “libertad artística” y de decir que sus series lo que buscan es meramente “crear discusión” lo que deja toda una una gama de interrogantes en torno al papel del artista en tiempos de crisis: ¿Es justificable este discurso de imparcialidad al tratar temas tan complejos, emocionales, explosivos y vigentes como los que exploran estas series? ¿O es un acto de cobardía? ¿O, peor, es una forma de encubrir un mensaje a la larga pernicioso?
Con base en la evidencia, me inclino por alguna de las últimas dos opciones.
Las primeras temporadas de El Mecanismo y AMO se encuentran disponibles en Netflix.