La vuelta del milenio resultó ser un boom para lo que algunos críticos llegaron a llamar hyperlink cinema (conocido en español, de forma menos pretenciosa pero también menos precisa, como cine coral). Caracterizadas por ser narrativas con múltiples personajes aislados entre sí pero cuyas tramas lentamente se van entretejiendo hasta alcanzar una conexión literal, emocional o temática, este tipo de películas encontraron terreno fértil en las arenas movedizas de la globalización neoliberal desatada luego de la caída del bloque soviético. En lo que ahora es un mundo multipolar, desregulado, liberalizado y cada vez más conectado por los flujos de capitales, migrantes y las nuevas tecnologías de la información, películas con ambiciones globales como Babel, Traffic, Syriana y The Edge of Heaven recibieron aclamación por explorar de forma explícita esa porosidad transnacional que caracteriza a nuestros tiempos.
La televisión, cuando le saca jugo a su potencial novelesco, puede presentar complejas historias con múltiples capas narrativas y diversidades de personajes a una magnitud superior al cine. Sin embargo, esa transnacionalidad o visión global descrita anteriormente ha estado en su mayoría ausente de la pantalla chica, probablemente por limitaciones presupuestarias y logísticas o por la tradición televisiva de profundizar detalladamente en un lugar específico y utilizarlo como un microcosmos de la sociedad en general.
Series como Sense8 han venido parcialmente a cambiar esa situación, pero si hay un ”género” de televisión en el que este tipo de perspectiva transnacional y coral ha tomado fuelle es en el de los relatos del crimen organizado. Aún cuando las historias sobre criminales son tan viejas como el medio mismo, el impulso renovador que aportaron series como The Sopranos y The Wire, así como la creciente repercusión mediática de los grandes capos de la droga como Pablo Escobar o el Chapo Guzmán, se confabularon para provocar el surgimiento de series abocadas a la ambiciosa tarea de explorar la naturaleza contemporánea del crimen trasnacional desde sus diferentes aristas.
Parte esencial de la tesis de estas series es que el crimen organizado es un caso de estudio ideal para comprender el funcionamiento de la interconectada y compleja economía de la actualidad. Ese ciertamente es el mensaje que quiere transmitir el periodista británico Misha Glenny, autor de McMafia: A Journey Through the Global Criminal Underworld, un vertiginoso recorrido por algunas de las organizaciones criminales más prominentes del mundo y que acaba de ser adaptado en una suntuosa serie del mismo nombre por la BBC y AMC.
McMafia (la serie) cuenta la historia ficticia de Alex Godman (James Norton, frío y distante), el vástago de una familia criminal judío-rusa que, luego de caer en desgracia con el Kremlin, es exiliada a Inglaterra, lugar en donde el joven Alex se cría en un mundo de prosperidad, finas escuelas y negocios lucrativos. El objetivo de esta nueva vida es que Alex pueda aprovechar las mieles de Occidente para convertirse en un exitoso banquero en el lado pulcro del capitalismo (en este caso, representado por la City de Londres). El pasado criminal de su familia, sin embargo, se mantiene vivo en la figura de su tío, quien involucra a Alex en un complot revanchista que lo llevará a caer de cabeza en un bajo mundo de figuras que a la luz del día parecen ser hombres de negocios como cualquiera pero que en las sombras cargan sobre sus hombros con la muerte de decenas, cientos y hasta miles de personas inocentes (y otras no tanto).
El nombre de McMafia viene de la tendencia del crimen organizado a expandir sus actividades inicuas (trasiego de drogas, extorsiones, lavado de dinero, trata de personas, etc) por el mundo a través de franquicias, al mejor estilo de McDonalds o cualquier otro de esos negocios que nos encontramos en prácticamente todo país al que vayamos. Aún cuando la serie evidencia la permeable y estrecha relación del sistema financiero internacional con el “dinero sucio” de las mafias trasnacionales, es poco lo que en verdad se indaga sobre ese salvaje nuevo mundo del crimen global, con sus franquicias, sus emprendedores, sus innovaciones, sus corporaciones de fachada, sus cuentas en paraísos fiscales y aquellos otros elementos que funcionan como un espejo perverso de todo lo que las élites respetables celebran hoy en día. Al contrario, se enfoca en la historia ya tradicional del joven heredero de una familia criminal que, a pesar de sus esfuerzos por resistirse, termina siendo succionado por el seductor hoyo negro de la criminalidad a gran escala.
El problema con lo anterior es que la serie intercambia esa complejidad inherente a su material de origen por la historia de una familia absolutamente olvidable, con personajes principales y secundarios poco o mal desarrollados, actuaciones indiferentes, subtramas descartables que no aportan mayor cosa, situaciones cliché y un ritmo que, luego de los primeros tres episodios, se vuelve letárgico y aburrido. Eso sí, el aspecto transnacional y cosmopolita de la serie es explotado al máximo, con escenas grabadas en Inglaterra, Croacia, Qatar, los Emiratos Árabes Unidos, Serbia, la República Checa, Turquía, Rusia e Israel, entre otros. Pero incluso éstas secuencias están filmadas de una manera apática y blanda; en general, la dirección meramente funcional de la serie, con sus colores opacos y el carácter estéril de su puesta en escena poco o nada hacen por aliviar los problemas de la trama y la caracterización. Honestamente, terminar esta primera temporada fue toda una faena, a pesar de que sólo tiene ocho episodios.
Es interesante comparar aquí a McMafia con otras dos series que, en contextos históricos, geográficos y/o sociales distintos, buscan igualmente explorar el indómito ambiente del crimen organizado. Por un lado, tenemos a Narcos, la ya ampliamente comentada producción de Netflix, que ha basado sus primeras tres temporadas en la vida del infame Pablo Escobar y en la captura de los capos del Cartel de Cali. Esta serie tampoco se podría describir como muy original, pero lo que Narcos trae a la mesa (aparte de su carácter singularmente panamericano) es un interés casi documentalesco por mostrar cómo funcionaba el negocio del tráfico de drogas en las décadas de los ochentas y noventas. El principal problema de la serie, no obstante, siempre ha sido su dificultad para manejar un balance entre cómo informar a su audiencia sobre los acontecimientos principales de la Guerra Contra las Drogas, cómo contar una historia eminentemente policial de un grupo de agentes poco interesantes que se traen abajo a los reyes de la droga y cómo humanizar a carismáticos pero sanguinarios criminales sin por eso banalizar sus fechorías. La serie rara vez consigue este equilibrio pero, como toda buena serie de Netflix, al menos es bastante entretenida y eminentemente bingeable.
Por el otro lado está Gomorra, la más exitosa serie italiana de la historia. Producida por Sky Italia y basada en el heterodoxo libro no-ficticio del mismo nombre escrito por Roberto Saviano sobre las actividades de la Camorra napolitana, esta cinemática serie tiene en su centro, al igual que McMafia, al heredero de una familia criminal. Pero el desarrollo de los personajes en Gomorra es mucho más cuidadoso y acumulativo, siempre con un énfasis en la big picture en vez de la búsqueda de emociones inmediatas pero incongruentes. Además, y este es su gran plus, la serie no deja de lado el “aspecto dickensiano” de estas historias, al preocuparse por mostrar cómo las violentas disputas entre organizaciones criminales afectan el tejido social y las vidas humanas de los suburbios napolitanos (es también la que hace un mayor esfuerzo por incluir personajes femeninos con algún tipo de agencia propia).
Del mismo modo, es Gomorra la que muestra con superior visceralidad el carácter descarnado de la criminalidad actual: un mundo en el que los viejos códigos de respeto entre delincuentes ya no existen y en donde lo único que importa es el lucro, el poder y la ostentación a toda costa. El mundo de Gomorra es frío e inmisericorde, sin que por eso deje de ser trágico, elementos que la serie trae a primer plano con habilidad. Y a pesar de que se enfoca en un “reino” que aparentemente no ocupa más que unos cuantos kilómetros a la redonda, sus excepcionales excursiones a países como España, Alemania y Bulgaria cumplen de manera eficiente la función de demostrar cómo las actividades de una mafia en apariencia tan pueblerina en realidad está intrincadamente enredada con lo que sucede en otras partes del mundo.
En la tele, como en muchas otras áreas, suele suceder que menos es más: una mirada circunscrita pero penetrante puede ser más reveladora que un panorama expansivo pero mal enfocado. Es así como Gomorra, la más local de estas series, es la que termina mostrando de forma más absorbente y completa lo que sucede cuando el “nuevo espíritu del capitalismo” pasa a dominar el mundo del crimen organizado y lo lleva hasta una escala transnacional. ¿O es al revés? ¿Es el capitalismo el que se ha contagiado de los códigos gangsteriles? ¿O acaso los dos son mundos simbióticos? En efecto, lo que estas series nos parecen decir es que entre un mundo y el otro en realidad no hay mayor diferencia. Todos estamos conectados. Todos somos cómplices.