Los vientos en la capital alejan las lluvias y el frío característico de diciembre se hace presente. En sus sedes, el festival no se detiene y todo sale como estaba programado. La atención fue continua y acertada; cada lugar cumplió con sus funciones y cometidos. Mientras más pasaban los días, más se llenaban las salas. Durante sus días finales, cada quien sabía a cuál función quería ir y cuáles no se podía perder. No quedaría película sin que al menos unas cuantas personas la llegaran a ver.
Entre tanto filme, uno de los que llegamos a ver fue Happy End (c:7). De la mano creativa del reconocido Michael Haneke, este había sido uno de los filmes más esperados a inicios del festival. Happy End es la clara demostración de que un director consagrado puede jugar con su propio estilo y hacer lo que quiera una vez que deja fluir sus ideas más alocadas. Por eso, este es filme que se confunde a sí mismo porque no logra ser tan alocado como quisiera. Se divide entre dos intenciones de mostrar la situación de una familia francesa y ciertos aspectos de los alcances de la tecnología y de las redes sociales que influyen en la vida de cada uno de los integrantes. Funciona mejor ese aspecto familiar y los conflictos que surgen entre ellos.
Si se pasa el rato es porque las buenas actuaciones ayudan a que no se caiga la manera en que Haneke enmarca esta manera de secuela de sus filmes anteriores. Alternando a veces como comedia negra y como comentario social ante los desarrollos tecnológicos, Happy End funcionaría mejor si no se repitiera tanto en los conceptos que plantea desde un principio. Sin ponerle mucho cuidado a los arcos narrativos de sus personajes, la historia se habría beneficiado de un poco más de dinamismo entre secuencias. Eso sí, los últimos cinco minutos (y en especial el final mismo), valen muchísimo la pena. La grandiosidad de una edición rápida y de la chispa de una escena, por más pequeña que sea.
Por otro lado, Radiance (Hikari, c:6) se cae con el extremo aspecto formal de contar su historia con muchísimos primeros planos. Esta es curiosa historia de amor entre un hombre casi ciego y la chica que le hace la descripción hablada para los filmes que ven las personas de baja visión. Radiance pudo haber sido un romance particular que perdurara en el tiempo, pero su excesivo uso de música sentimental y clichés predecibles al final, hacen que no consiga su toque de genialidad. Con el buen ojo oriental para la fotografía (paradoja con el exceso de acercamiento de rostros), la temática se salva y conduce al espectador a un mundo que no siempre se recuerda que existe. La circunstancia individual que marca la colectiva y las maneras en que la visión de mundo puede transmitirse desde todos los sentidos que tiene el ser humano.
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Dentro de las presentaciones especiales, más como el ofrecimiento de experiencias y nuevas maneras de experimentar el cine, estuvieron Häxan y Four Walls.
La primera fue la presentación del filme mudo danés de 1922, pero con el genial agregado de tener la música en vivo al lado de la pantalla. El piano de cola fue tocado para acompañar las imágenes que se proyectaban, logrando una triangulación con el público para enriquecer el momento. A pesar de ser poco melódico y con matices repetitivos (inevitables en esta clase de improvisación), la sala sentía cada nota mientras todos quedaban inmersos en la película. La mayor virtud es el olvido que sucede de la música en vivo. Häxan se sostiene solita como película, pero el acompañamiento le da la mejor manera de presentarla, por su antigüedad y narrativa específica. Sin ser la idea más innovadora (presentada otras veces en otros lares del país), resultó experiencia seductora para muchos y excelente ejemplo de un festival variado y enriquecido artísticamente.
Four Walls, por su parte, resultó un experimento interesantísimo de la demostración de realidades ajenas a la nuestra a través de un programa que pretende asemejar el ambiente e historias que hay sobre los refugiados de Siria. Con la agradable presencia de Rashida Jones, los momentos se deben ver con una especie de gafas especiales que bloquean la realidad inmediata y permiten que la mente se transporte a ese mundo del cual nos quieren contar sus historias. Es un atractivo, desde la realidad virtual, importante por su contenido y por la manera en que está estructurado (siempre es necesaria una voz que guíe y explique el camino que se debe tomar) pero no puede ser más que eso. Como parte de la oferta en el festival es aceptable y curiosa, aunque no sé si es algo a lo cual se le pueda llamar cine propiamente.
Mejor filme: Loveless.
Mayor decepción: Loving Vincent.
Más grata sorpresa: La calidad humana y apertura a la conversación de los realizadores que fueron invitados. Visiones que valía la pena conocer.
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Entonces, no siempre es fácil conseguir excelencia entre tanta oferta y deseos de contar la historia específica que quiere salir de la imaginación de cada autor/realizador. Con mucho esfuerzo, el Festival Internacional de Cine de Costa Rica (2017) consigue una cosa que no sucede durante el resto de año: ofrecer la mayor cantidad de visiones que más pueden llevarnos, como espectadores, de viaje por el mundo. Cada acercamiento funciona y cada historia será la ventana que nos muestre esas perspectivas que tanto quieren ser vistas y escuchadas. La mirada específica que traía esta edición permite que el cine encuentre su manera de expandirse y la cultura cinematográfica sobreviva entre el público como algo más que mero entretenimiento. Es el acercamiento indispensable y de formación de conciencia capaces de hacer abrir un poco más los ojos y la mente —a través de los relatos que llegamos a ver— al mundo que sigue ahí afuera.
Nos vemos el próximo año.