En San José, las tardes ventosas soleadas acostumbradas de diciembre se tornan lluviosas y más heladas de lo usual. Cercanas una de la otra, las diferentes sedes se preparan, con su buen equipo uniformado, para recibir a aquellas personas que quieran pasar un rato en una sala de cine. Para muchas, la tarde está totalmente reservada para poder disfrutar de la oferta fílmica de este año. Los horarios se hacen con cuidado y resulta casi imposible que puedan verse todos los títulos, pero la gracia es disfrutar y pasar un buen rato.
Por ahí de las cinco de la tarde, ventoso y con ánimos de llover, la sala Magaly se prepara para su segunda tanda del día. Es viernes, no todos pueden llegar, pero aquellos que estuvieron en la sala en ese momento pudieron disfrutar de la presencia de Julia Solomonoff, directora de Nadie nos mira (c:7). Mientras ella cuenta los pormenores de la filmación de su película, a mi lado terminan de comer las palomitas que quedaban en el envase. Solomonoff, en cierto momento, habla de su personaje principal y cómo muchas de las situaciones que se ven en el filme están basados en experiencias propias. Lo interesante es que esas experiencias fueran a dar a este filme y que no terminaran de cuadrar una con la otra.
No lo tomen a mal: la elegancia visual y control de la cámara en Nadie nos mira es la fortaleza más grande que tiene. Los conflictos internos del protagonista se ven reflejados en tomas poco convencionales de la ciudad de Nueva York y llevados dentro de cierto extremo narrativo, como para evidenciar —un poco mucho— el estado del actor latino que no parece latino y que no logra encontrar otro trabajo que no sea de niñero. La insistencia por darle pelota (me permito el término argentino) a este personaje hace que el ritmo se pierda a ratos y la peli se alargue demasiado, sin saber cuándo terminar su historia. Esto a pesar de que ciertas escenas tienen muchísima sinceridad y validez como representación de otra cara de la inmigración a Estados Unidos. No ayuda mucho la poca agilidad histriónica del actor principal (Guillermo Pfenning) y la falta de profundidad que transmite con este agradable acercamiento a una perspectiva diferente. Con todo, la presencia de la directora hace amena la corta conversación y se debe dar paso a la siguiente función.
Es el turno de Medea (c:6), filme costarricense que nunca había sido mostrado ante el público en general. Es una de las ventajas y emociones del festival: esas primicias que llenan la sala de alegría por el séptimo arte. Lo triste es que sea ante una película que no termine de cuajar en los planteamientos narrativos que se propone. Priorizando la forma antes de la historia, Medea transcurre lenta y ceremoniosamente con las mejores intenciones de comenzar una conversación, pero sin ahondar las características de su personaje principal. Es enfoque centrado siempre en cierto tipo de denuncia, nunca en delimitar el viaje de un personaje.
Con la idea de mostrar cierta claustrofobia o visión encerrada, este no es filme que se preocupe por ir más allá de esas ganas de aparentar una súper expresividad con tomas silenciosas y artísticas. Medea sufre al hundir la personalidad de su protagonista; a tal punto que es el menor enfoque de muchos de los encuadres en los que aparece. El único personajes secundario decente brilla con personalidad iniciales y como soporte, se “roban el show” por unos minutos y quedan olvidad por completo al final. Es porque el tercer acto (luego de una excelente escena de una sola toma y posición, de enorme poder conceptual) se vuelve insulso y repetitivo, al punto de ni siquiera preocuparse por cerrar la historia que se había planteado. Puede que las imágenes tengan un impacto como circunstancia social, pero los detalles de guion básico no deberían olvidarse a la hora de completar un ejercicio narrativo. Ni modo.
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Pasa la noche y el día y las luces vuelven a brillar para que las funciones empiecen a tiempo y con el sello de calidad que el festival quiere tener. De organización no hay queja alguna; el control de entradas y apoyo humano es agradecido y bien entrenado.
El turno del sábado lo tiene la sufrida película alemana In the Fade (Aus Dem Nichts, c:7), la cual sigue a una mujer que debe sobrellevar el peor atentado de su vida (la muerte de su hijo y esposo). Por azares de la vida (no del cine), debe pasar por el proceso judicial y los sentimientos de furia e impotencia que aquejarán todo el proceso de justicia. El filme sabe plantear cada acto (divido en partes, como capítulos) y transcurre con buen hilo narrativo y viaje emocional de la protagonista. Aquí, Diane Kruger es la fuerza que hay que reconocer. Con increíble expresividad, pasa del dolor al enojo y hasta la serenidad de sus decisiones finales. Muy bien. Lo que le resta puntos a In the Fade es su superficialidad temática, al presentar cierta denuncia pero no ir más allá del conflicto inicial y pasajes alargados innecesarios. Queda como pasable filme policial y judicial, no tanto de suspenso.
Poco a poco, cae la noche y la función final del día comienza a llenar la sala. Hay expectativa por ver el trabajo visual que presentará Loving Vincent (c:4). Este es un filme que anuncia haber sido pintado a mano cuadro por cuadro. Un logro maravilloso para el estilo y carácter impresionista de cada uno de los fotogramas. Es de admirar la dedicación y visión al querer arriesgar las maneras de crear un filme animado. Solo que este no es necesariamente un filme animado. Los rostros de los actores están ahí, no son solo las voces; es mera técnica que cambia rasgos y presentación visual.
Peor: Loving Vincent no es más que una recolección de historias o puntos de vista que reconstruyen al famoso pintor el día de su muerte. La película nunca se acomoda en algún planteamiento o concepto interesante para mostrar. No se sabe si la atención debe ir hacia el difunto o a los personajes que lo conocieron y lo recuerdan. Nunca hay caracterización ni hondura temática fuera del intento “sherlockiano” de reconstruir una historia que deja de ser interesante en el tercer flashback. Por más que parezcan hermosas pinturas y el lujo de detalle merezca ser visto una segunda vez, que sea silenciada o con música de fondo porque, como historia, es un lastimoso fallo. Se aprecia el esfuerzo formal, pero ojo con la narración.
Veremos qué sorpresas nos esperan los siguientes días de festival.
El CRFIC, 2017 es del 7 al 16 de diciembre. Aquí las sedes y programación.