Si bien las películas tienen un recibimiento específico de parte de la crítica y la audiencia cuando estrenan, los años pueden aportar una visión diferente de la que se tuvo originalmente. Ciertas historias, al encontrarlas de nuevo o repetirlas luego de cierto tiempo, consiguen despertar un entusiasmo diferente y tomar un encanto renovado, más interesante. Se me ocurre, por ejemplo, The Devil Wears Prada (2006), que no importa cuántas veces se repita o aparezca de casualidad en TV, siempre es agradable verla hasta el final. Por más que hayan pasado los años, ciertas historias no envejecen del todo.
Eso me sucedió hace unos días al repetir Lemony Snicket’s A Series of Unfortunate Events (del 2004), película curiosa, con ciertas fallas y atajos narrativos que no terminan de hacerla maravillosa, pero que resulta muy adecuada ante la nueva adaptación televisiva. Sin querer caer en comparaciones, la eficacia de esta historia resulta más interesante y arriesgada para la primera representación audiovisual que involucra las desgracias de los huérfanos Baudelaire. Una manera cerrada y circular que la hace, como película, una buena reinterpretación de la base irónica y juguetona de los libros originales.
Como no fue un gran éxito en taquilla, y junto con disputas internas que sucedieron en el estudio, el futuro de la saga se diluyó y no pasó a más que una simple producción un tanto fallida*. Pero hoy la recordamos con un cariño distinto e interesante. Porque sus temas y subtexto resuenan con madurez y sensibilidad ante la superficialidad de los filmes que ahora (trece años después) se producen.
*[Eso sí, el esfuerzo creativo consiguió cuatro nominaciones (Oscar) de la Academia en: dirección de arte, maquillaje (la cual ganó), vestuario y mejor música.]
Entonces, al ser libros un poco cortos como para sostener las exigencias del relato en un filme, se decide utilizar los primeros tres libros (de trece) para reformular en una historia de origen: la que aquí vemos. No importa que algo así suceda con las adaptaciones mientras el acomodo narrativo tenga sentido, coherencia y circularidad como película misma. A pesar de que no sea el orden original de los libros o de la manera en que los seguidores originales hubieran preferido verlo, resulta tan válido como arriesgado. Se trata de dos modelos muy distintos de contar historias.
Más aún: el aire de misterio y la singular atmósfera (con la brillante fotografía de Emmanuel Lubezki, antes de que ganara el montón de premios) permiten que exista cierta conexión e intriga con el mundo que se creó para el filme. Las preguntas y sensaciones curiosas que consigue despertar se entremezclan y cautivan con la narración de Jude Law. Lo amen o lo odien, Jim Carrey aún es inquietante y genial como el conde Olaf. Y no se puede olvidar a la siempre hábil Meryl Streep en su fastidiosa rendición de la tía Josephine o la amena química de Billy Connolly con los niños en el cuarto de los reptiles. Aunque parezca mucho, todo calza.
De esa ironía, pasa a su secuencia final, una sin tanta extravagancia u oscuridad, solo con la esperanza de los tres huérfanos Baudelaire. Es ahí que cobra sentido y se encuentra la verdadera profundidad, oculta en el núcleo de este filme. Las notas musicales de Thomas Newman ya no llevan el ritmo excéntrico de antes. La serenidad acompaña a los protagonistas al darse cuenta de que la vida estará llena de misterios y desgracias, y es porque están juntos que pueden sobrevivir a eso y a lo que les depare el futuro. Lo que cuenta y es importante es ese instante que están juntos y pueden protegerse entre sí. Esa idea tan interesante del santuario, propio y pequeño, pero seguro.
Es por eso que A Series of Unfortunate Events, la película, en este momento, resulta válida. Más que por las locuras o excentricidades, el estilo y construcción formal que le dio su director, Brad Silberling, permitió ir más allá de la mera excentricidad y pudiera detenerse a observar la frágil humanidad de los personajes. Si bien lo misterioso es parte de ese universo imaginado, el mundo que se representa aquí resulta crudo y real, tanto como el que a veces sentimos en nuestras vidas, lo cual hace la identificación con los huérfanos aún más especial de lo que se creía.
Y al final, me deja una sensación de nostalgia inmensa el recordar haber visto esta película de más pequeño (en una sala de cine que ya hoy no existe), sin saber nada académico, solo llevado por mi profundo amor hacia el cine. Al parecer, ciertas emociones se dieron en ese momento y fueron recordadas al repetirla recientemente. Que eso siga vigente y que pueda significar al menos una pizca más para quien vaya a verla, la hace, en sus propios términos, un poco más especial que cuando estrenó por primera vez.