*Un par de pequeños spoilers del final de la quinta temporada.
Dejemos algo claro: House of Cards nunca ha sido una serie muy buena. El único núcleo conceptual que la atraviesa desde el principio es el poder que los Underwood quieren y consiguen. Todos los acontecimientos que se construyen llegan a un nudo argumental que, hasta este punto, nunca termina de desenredarse para conseguir un clímax satisfactorio por temporada. Y, la verdad, no le ayuda la manera en que cuenta su historia: le afecta el modelo maratónico (binge watch) en que es diseñada y vista.
La estructuración de los episodios no tienen mucho sentido, pies o cabeza. No siempre hay arcos narrativos concretos para los personajes o siquiera para la temporada. Las maquinaciones políticas son la principal línea de acción y esa ni siquiera se mantiene definida entre tanto momento aburrido y alargado al máximo que existe para rellenar las trece largas horas que la serie tiene disponibles.
Durante la nueva temporada, su no muy anticipado quinto año (ahora sin su creador, Beau Willimon, al mando), las cosas no cambian mucho. Las elecciones permiten que haya un semi arco narrativo con primeros episodios competentes para explorar la rivalidad entre candidatos y los esfuerzos del lado presidencial por capturar al miembro de un nuevo frente terrorista: ICO. Por ahí, los momentos un tanto emocionantes se cuelan de vez en cuando. Las teorías de conspiración siguen funcionando por ahí, en el fondo del encuadre, y nada —absolutamente nada— llega a descubrirse.
Al frente, entonces, está la interesante relación entre Claire y Frank. La pareja parecía que se debilitaría un poco al final del cuarto año, como para desajustar las piezas de la serie y darle un poco más de brío al dinamismo entre ambos. Pero parece que ninguno de los escritores quería verlos separados o en conflicto, por lo que se mantienen más unidos que nunca durante esta temporada. Incluso con el nuevo amorío de Claire con Tom: una relación tan sosa que se nota el trágico final a millas de distancia. Haciendo siempre evidente el poderío y los extremos a los que llegarían los Underwood por no perder el control.
Luego, la que parecía una interpretación cuidadosamente malévola de Kevin Spacey, ahora se ha vuelto una repetitiva compilación de rostros, acento y miradas furtivas que solo saben romper la cuarta pared. Por suerte, Robin Wright trabaja tan bien delante y detrás de la cámara que salva a su personaje del desinterés total que puede surgir al ver la serie. Por lo visto, ella es la que mejor entiende el potencial de la serie (y de su personaje) y le imprime la mejor visión, en términos formales, a los episodios que dirige. Eso, lastimosamente, no salva el resto.
Al final, los hilos dramáticos no sorprenden por completo, los momentos impactantes más bien hacen torcer los ojos por ser tan evidentes y las subtramas que pretenden desenmascarar a Frank Underwood solo aparecen de relleno y como promesas de que tal vez algún día lo traigan abajo. Esas promesas de que algo grande va a suceder, o que lo mejor está por suceder o que el “reinado” apenas comienza, son apenas válidas porque ninguna se ha cumplido con ya cinco años de serie. Supongo que nos quedaremos esperando.
Entonces, por más que haya terminado con Claire al poder, y siendo ella la que —al fin— se dirige a la cámara con frialdad y determinación, el poco interés que tenía por House of Cards desapareció. Esto por no llegar a nada un poco más interesante ni sacudirse un poco de su propia superficialidad, incluso teniendo más de una oportunidad para haberlo logrado.