Por Sergio Beeche Antezana
Durante el tercer acto de Steve Jobs, la nueva película de Danny Boyle, se menciona una frase, “campo de distorsión de la realidad”, que crea su protagonista a la hora de ver los sucesos que pasan por su vida. Es una manera para poder sobrevivir a lo mundano que le rodea para que su brillante mente trabaje mejor, algo así como el escape que necesita para que se le ocurran las mejores ideas o planes que tiene. Pues así funciona, al igual que su personaje central, este filme que llega, casi sin aviso, a las salas de cine.
El reflejo de esa frase es, dentro de la película misma, el —digamos— propio “campo de distorsión de la realidad” creado por el guionista, Aaron Sorkin, para contar una historia específica de una figura muy reconocida, pero que la transforma en el estudio de un personaje y la gente que le rodea en tres momentos clave de su vida. La película transcurre evidentemente en tres actos definidos y distanciados, no solo por sus fechas, sino por su composición visual. Resulta un ejercicio narrativo interesante, arriesgado y genial para una primicia tan reconocida en la cultura pop de hace unos años. No parece que fuera a ser algo que atraiga a muchos, y ese es el primer problema al cual se enfrenta esta película, que es, por muchísimo, una de las mejores de la temporada.
En Steve Jobs, no es importante el montón de éxito popular que tuvo; tampoco las creaciones o conferencias por las que más personas lo admiraban. No. Aquí, Sorkin define y está interesado en un personaje, en la humanidad que tiene con sus palabras y con lo que expresa hacia los demás. Un despliegue de diálogos rapidísimos y meramente “sorkinianos” que funcionan demasiado bien en las actuaciones y el ritmo interno de Jobs, el personaje. De ahí, Boyle entra con una dirección precisa y atinada, justo para abarcar, con cámara y montaje hiperactivos (que reflejan la personalidad del protagonista), la ambientación clave e imágenes creativas que se expresan a través de la brillante música de Daniel Pemberton y el filtro de imagen que diferencia el año de cada acto (1984, filmada en 16mm; 1988, en 35mm; y 1998, en digital).
Con dos horas audaces y contundentes, Steve Jobs no pretende ser más que la historia —bien enfocada— que quiere contar. Narrar, de manera muy astuta, los altibajos de su protagonista, y mostrar si una persona que poseía ese nivel de astucia y creatividad es hombre, monstruo o máquina. Esto sin salirse de cómo lidiaba con sus complicadas relaciones con allegados, las prioridades que tenía en su vida y su rol cuestionable de padre: imposible escapar a su humanidad. ¿Qué lo hacía feliz? ¿Seguiría siendo brillante si su aparente frialdad y testarudez hubieran flaqueado? ¿Acaso es alguien brillante sin haber creado, solo ideado, nada propiamente? Preguntas que el gran Michael Fassbender deja en evidencia con su interpretación increíble (¡fabuloso!), con Kate Winslet a su lado, sensacional; y el resto del elenco, que no se queda atrás: Jeff Daniel, Seth Rogen, Katherine Waterston y Michael Stuhlbarg.
Lo mejor es que podría seguir, con su estructura, tres actos más sin cansar. Es posible continuar la fórmula por su enfoque y manejo de cada época y circunstancia, donde se eleva lo poderoso de un momento, y donde, para poder dar un mejor paso hacia el —tecnológico(?)— futuro, la vida se recuerda mejor por instantes que transcurren como un conjunto de colores, sensaciones y, ¿por qué no?, melodías.
Entonces, creando y funcionando dentro de su propio “campo de distorsión de la realidad”, Steve Jobs, la película, sabe y reconoce su propio estilo y mecanismo narrativo, donde varios detalles pueden ser mera coincidencia para agilizar la narración dentro de la estructuración de los tres actos (una línea lo hace evidente: “¿por qué a todos se les ocurre decirme lo que verdaderamente sienten al mismo tiempo?”), como acudiendo a las artimañas del cine. Pero, al ser este tipo de arte y tener su particular magia, ¿no se trata, justamente, de lograr eso?
No se la pierdan.