Por Sergio Beeche Antezana
Es desde puntos de vista imaginativos, audaces y fieles a los conceptos que se quieren tratar que las historias pueden considerarse triunfos o fracasos. Donde cada aspecto complementa al otro y donde los detalles técnicos, que muchos tendemos a notar un poco más, ayudan a que un filme se considere bien construido y contado. Pero es cuando una historia logra sobrepasar las formalidades y se convierte en sentimiento puro, que cada fibra del cuerpo del espectador se estremezca con las imágenes que ve en pantalla y despierte algo universal que nos afirma de la universalidad de las emociones humanas. Carol (2015) consigue eso.
Seguimos la historia de dos mujeres, misteriosas entre ellas y para el público que las ve, sus emociones no pueden ser expuestas de la manera más abierta posible por la época en la que viven (1952, New York). Una es joven y con ganas de conocer el mundo, de experimentar; la otra, con sus prioridades claras y personalidad definida. Resulta una combinación es explosiva de la manera más sutil posible; las emociones de Carol y Therese vibran en sus ojos, en sus movimientos y palabras, acompañadas de una composición casi poética de las imágenes: el filme mismo suspira por el repentino romance y quiere que todo salga bien, a pesar de los evidentes obstáculos.
Carol atrapa y es agradable de ver en su aspecto granuloso (por estar filmada en cámara de 16 milímetros) y encuadres dignos de fotografías que se podrían ver en una exposición, estas, al mismo tiempo, se asemejan al fugaz sueño de Therese de ser fotógrafa. Lo curioso es que ella se descubre mientras comparte su tiempo con su fugaz amor, aprende a sentir como nunca antes. Mientras tanto, la misma Carol busca otra cosa: el escape. Ella es capaz de atreverse y hablar más, pero lo hace solo para no pensar en la dolorosa separación con su esposo y las implicaciones de las discusiones que recaen en su hija, prioridad número uno para ella. Así, el filme es un viaje de decisiones y consecuencias que detallan los obstáculos de dos mujeres que no pueden estar juntas sin señalamientos de la sociedad. ¿Suena conocido?
Esas decisiones son llevadas con un cuidado genuino de parte de la guionista, delineando a los personajes (principales y secundarios) con cuidado en cada uno de los diálogos que tienen, construyendo la historia sin caer en excesos de melodrama. Cada sentimiento es vivido al punto adecuado, cosa que no sería lo mismo sin las sublimes actuaciones que transmiten impresionantemente las emociones altas y baja. Kyle Chandler es excelente como el esposo controlador, herido y confundido; Rooney Mara demuestra rigidez y emociones contenidas a la perfección; pero Cate Blanchett triunfa, una vez más, como la elegante y sutil Carol Aird. Blanchett vive su personaje y brinda todas las capas necesarias para dejar a cualquiera con la boca abierta. Brillante.
Gracias al director, Todd Haynes, todos estos aspectos quedan unidos en excelencia cinematográfica. Él sabe usar el guión de palabras y transformarlo en imágenes que se complementan con el resto de la película, ningún elemento es malo aquí: música, diseño, fotografía, montaje. Incluso, el no contar todos los detalles de la relación le da un aire de misterio, como si las dos protagonistas no quisieran contar toda su historia, como si el filme fuera celoso de mostrarnos todo. Se perdería la magia de los misterios y secretos que llegar a pertenecer solo a dos personas en el mundo.
Carol es sobre ese curioso, emocionante y, a la vez, frustrante sentimiento universal que tenemos los seres humanos. Lo demuestra de diferentes maneras: con los amigos, hijos, amantes y hasta con las ideas que surgen en la mente pero no son más que eso: simples enamoramientos e idealizaciones. Al final, con una de las mejores secuencias finales para una película, el filme —y uno como espectador— aprendió que cada decisión tiene su costo, que a veces alcanzar algo que se quiere depende solo de esa pequeña valentía, y que podríamos tenerlo en frente, pero parece imposible e inalcanzable. Que mientras más nos acerquemos, más se aleja, que cada paso es atemorizante, y sin embargo, decidido.
Siempre con una pizca de duda, ese pequeño levantamiento de labios puede ser el momento de seguridad y alivio de haber tomado la decisión correcta y de que se puede, por fin, sonreír.