Por Sergio Beeche Antezana
Es muy fácil para un crítico destruir una película, no sabiendo el costo y esfuerzo que implicó el filmar dicha película. Es muy fácil para un actor sentirse dueño del mundo al tener éxito y ser reconocido. Es más fácil para la audiencia sentarse a ver dos horas de acción hueca que ayude a olvidar los problemas personales por unos momentos. Gajes del oficio mientras exista la idea de contar historias ante un público y ante una cámara. Todo eso expone Birdman o (La Inesperada Virtud de la Ignorancia) en su crudo e ininterrumpido plano secuencia.
Aquí, Alejandro González Iñárritu fusiona dos mundos en uno —el del cine y del teatro— para darnos, entre pasillos estrechos, una mezcla nunca vista de desesperación y claustrofobia física y emocional que envuelve a todos sus personajes y, por extensión, al espectador. Una tensión que es, en parte, gracias a la intención de no tener cortes durante toda la película, una manera de ver sin descanso, que sea incómodo por no detenerse; es un mecanismo que refleja lo que podría ser el teatro visto en cine y, al mismo tiempo, es la manera perfecta de asimilar las acontecimientos narrativos y diferentes matices a lo largo del filme.
Cada conversación de ida y vuelta parece una coreografía cuidadosamente ensayada y representada con la crudeza de la realidad, esto es, sin montaje que ayude. Sí ayuda la dirección de los actores, comprometidos con su papel y trabajando en conjunto para que cada escena quede de la mejor manera posible, es un trabajo en equipo: Michael Keaton, Edward Norton, Zach Galifianakis, Naomi Watts y Emma Stone(¡!) sobresalen grandemente.
Entre chiste y chiste, la seriedad y desenmascaramiento en Birdman es evidente en la decadencia de estos personajes que buscan el éxito; son diseñados de tal manera que reflejan partes evidentes de la industria, y donde el edificio en el cual ensayan no tiene el espacio suficiente para el ego que manejan. No hay evolución, solo reafirmaciones de lo que buscan y desean.
Es en su tercer acto que pone el dedo en la llaga y desploma verdades incómodas (actores, críticos, espectadores) en un caos visual emocionante y desconcertante que no puede ser etiquetado por la cantidad de cosas que representa, llega al “superrealismo” que el mismo filme propone. Confunde, pero aclara y revela de manera que, en ese mundo superficial, cada momento de fama es agradecido por aquellos que la buscan y harían lo que sea por conseguirla. La película es lo que critica, y critica lo que es, sin que sea siempre explícito.
La riqueza visual no sería lo mismo si La Inesperada Virtud de la Ignorancia no brindara esa oscura sátira en un excelente guión y buena estructuración de la obra, donde salta de situación en situación de manera orgánica, como si el teatro se transformara en cine y se siente más real mientras más imaginario sea.
Capaz de dejar con la boca abierta a cualquiera (sobre todo con su maravillosa escena final) y consciente de cada minucioso movimiento de cámara que hace en sus 119 minutos, Birdman es, como su director, filme prepotente, peligroso y necesario.
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