El triunfo de la vida es el triunfo de The Theory of Everything

Por Sergio Beeche Antezana

Resulta un tanto molesto etiquetar un filme antes de verlo. Con leer la sinopsis se le clasifica en un género y eso predispone a muchas personas a ver algo que no les llame la atención o adivinen la fórmula que llevará la película de principio a fin. Sucede ahora con The Theory of Everything, que puede verse como una historia biográfica (el detestable término: biopic) o como una historia de amor. Unos la verán por tratarse del reconocido astrofísico Steven Hawking; y, por otro lado, otros la criticarán porque es, justamente, la representación del romance entre él y su primera esposa, Jane, sin mucho más asunto científico de por medio.

Pero The Theory of Everything llega a ser, más que todo lo anterior, una muestra de valentía ante las dificultades de la vida, un retrato de este matrimonio que hizo todo lo posible por mantenerse a flote y por conservar la felicidad que los unió desde un principio. El vistazo a la relación que estas dos personas construyeron, en la mutua confianza y el compromiso que representó. Si hablamos del sentimiento que muestra, la película nunca cae en sentimentalismos, mucho menos en clichés amorosos; porque ¿acaso no es así como se dan los encuentros con alguien que te produce mariposas en el estómago: dulces y eternos?

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Es donde el compromiso se hace notar pero en los actores que transmiten esa humanidad de una familia disfuncional como cualquier otra, porque ya no hay tal cosa como una familia normal. Ahí, el excepcional Eddie Redmayne se transforma y transmite un arcoíris de emociones desde sus pies, hasta su cara, hasta sus ojos, creando un personaje con más profundidad, me atrevo a decir, que el mismo Hawking de la realidad. Luego, la atención la tiene Felicity Jones como Jane, quien apoya a su marido sin descanso, pero llega al punto de no querer perder su propia vida en la de él. Jones emana fortaleza en Jane y, a ratos, no necesita decir muchas palabras para que sepamos qué está pensando.  El amor entre ellos no desaparece, pero los primeros años de enamoramiento se ven opacados por el esfuerzo físico y emocional que representa para ella; esfuerzo que Hawking ve y agradece.

Muchos podrán creer que la historia es del profesor solamente, pero es Jane quien no recibe crédito suficiente como la heroína anónima, algo que el filme reconoce y, por lo tanto, le dedica el tiempo justo a los dos como pareja, así como personas individuales. Entonces, desde adentro, los personajes transmiten fallas meramente humanas que resultan creíbles y comprensibles, sobre todo al entrar en la historia Jonathan Jones (muy buen trabajo de Charlie Cox), el segundo esposo de Jane.

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Las actuaciones de primera son acompañadas por una atmósfera con una coloración brillante (muchas secuencias parecen un sueño, donde se es más feliz), la música (del islandés Jóhann Jóhannson) colocada en los mejores momentos sin que resulte excesiva, un montaje cuidadoso y diálogos inteligentes en una narración constante que no se detiene, pero no pierde un sentido pausado que recuerda la mano de un director conduciendo suavemente su orquesta.

Si bien el tema de la enfermedad de Hawking es parte del relato y de su vida misma, pasa a ser algo secundario en lo que es el viaje de estos personajes, deseosos de vivir al máximo el tiempo que tienen en la tierra. Por lo que a la película le doy el mérito de recordarnos que somos parte de una realidad dura pero alentada por el simple hecho de estar vivos. Si nos damos cuenta de que, como dijo el profesor, «mientras haya vida, hay esperanza», entonces podemos, como personas, triunfar.

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