Por Sergio Beeche Antezana
Por lo general, cuando se ve una película, el público busca momentos de catarsis y distracción que sean fáciles de digerir y olvidar. Por eso es que las batallas grandiosas de la edad media, carreras rápidas y furiosas o simples encantamientos que lleven a escenas de mucho movimiento son temas que pueden causar con facilidad el clímax deseado en la audiencia y dejarla satisfecha. Por eso es que ahora se prefiere montar este tipo de espectáculo visual antes de contar bien una historia.
Entra a escena Whiplash y rompe, de cierta forma, con esa concepción de una escena de acción, donde no es necesario tanto efecto especial, sino buen manejo de lo técnico y simple creatividad.
Y es que de principio a fin, este pequeño, gran filme maneja un nivel de ansiedad, emoción y velocidad, mientras funciona técnicamente con excelencia: imágenes finas y pulidas, personajes inolvidables y una originalidad en el guión digna de ser recordada; escrita y dirigida por el primerizo, Demian Chazelle (excelente).
Andrew Neiman es aspirante a baterista de jazz. En su conservatorio está el profesor Terence Fletcher, quien lo recluta y le sacará hasta la última gota de sudor (y unas cuantas de sangre) para que logre tener el mejor estilo al tocar.
Es una relación de maestro y alumno donde terminan saliendo chispas, no solo por la química entre los actores, sino porque cada personaje es construido, desde el principio, con suma precisión: el profe, un exquisito villano exigente y vengativo (formidable y extraordinario: J.K. Simmons), y el alumno (mejor que nunca: Miles Teller), un héroe al cual no queremos ver fallar, estamos de su lado, pero sus decisiones son frustrantes y llevadas por la obsesión de ser el mejor.
Al principio, el mundo de Andrew es calmado y solitario, incluso cuando está con la chica que le gusta: una coloración azulada y tenue. Cuando entra en el mundo del profesor, se llena de tintes naranja intensos: tensión y ansiedad. Hasta en la conversación más tranquila que tienen, el fondo es azulado, pero el centro mantiene su naranja, intenso hasta el final. Por ahí el ritmo sabe desacelerar, pero ya el espectador no puede hacer lo mismo; es entonces que vuelve a subir la velocidad (como los palillos que tocan el tambor) y nos da uno de los mejores clímax que ninguna película de acción soñaría en tener. Basado en montaje, música y actuaciones, la secuencia final, donde se invierten los papeles de maestro y estudiante, es digna de admirar por su belleza visual y emocionante punto final. Esa y las prácticas de banda a través del filme son escenas de acción.
Por otro lado, Whiplash maneja el camino y las consecuencias de la conducta humana cuando busca llegar a la perfección sin saber exactamente para quién o por qué. Se entremezcla con el desconsuelo de darse cuenta que, en la búsqueda de ese perfeccionamiento (y, en el caso de Andrew, sensación de superioridad), cualquiera puede ser reemplazado. Pero siempre, dentro de esa optimización, habrá alguien que encuentre alguna falla aquí o allá; que si te dicen “buen trabajo”, ya no habrá esa necesidad de mejorar cada día más. Algo que el filme demuestra y, de alguna manera, desafía.
Whiplash no es como una de esas películas de acción comunes y desechables, tampoco una coming of age apta para cualquiera. A veces es thriller, a veces es película de terror; termina siendo todo eso y más. Y, a diferencia de las demás, no es —ni será— fácil de olvidar.